Quizás Oliveira jamás encontró a la Maga. Quizás acudió, cada día, a su cita con aquella aparición que algún día le había sobresaltado, y repetió el paseo hasta el Pont des Arts con la candidez de quien es capaz aún de creer en el destino. Esa era una posibilidad que le erizó los pelos. Qué habría sido entonces de todos nosotros. Luego pensó en Rocamadour, y empezó a sentirse culpable y mareado. La literatura no vale una vida, pensó sin conseguir engañarse. Toda la obra de Cortázar merece el fuego si podemos evitar el llanto de un niño. Entonces tuvo que correr para aguantar el vómito hasta el baño.
Le despertó el timbre de la puerta. Oyó una voz femenina llamándole por su nombre, pero le costó unos minutos acordarse de ella. Cerró los ojos y se hizo una composición de lugar: las botellas sobre la cama, los libros en el sofá, algunos abiertos boca abajo en el suelo, la ropa en cualquier lado, los discos amontonados, la barba, la camiseta empapada en sudor, la radio sonando. Pensó en Bukowsky y después en Micky Rourke y luego en un poema que había escrito hacía años sobre Kurt Cobain. Y abrió la puerta cuando ya no había nadie al otro lado.
Estaba muy cerca. No sabía a ciencia cierta de qué estaba hablando, puede que fuera un relato fundamental, un verso definitivo. Pero algo le decía que quizás no tenía nada que ver con la literatura, sino que quizás era la solución a una eterna pregunta metafísica, una respuesta que iba a cambiar el modo de verlo todo. Al menos para él. Qué podía importarles a los místicos que la gente les creyera. Ellos sabían una verdad, eso era todo. Y después de tanto tiempo él se sentía uno de ellos, porque cerraba los ojos y sentía que algo se acercaba, después de horas releyendo a Borges o a Platón se lanzaba de cara sobre el suelo y todos los días y las horas de encierro e incluso las anteriores, todos los instantes de su vida parecían reunirse en él, en ese momento, y en el llanto que le inundaba la garganta y en la risa callada entre los dientes y en aquél saberse tan cerca de algo enorme como un secreto inimaginable a punto de revelarse, sencillamente.
Le despertó el timbre de la puerta. Oyó una voz femenina llamándole por su nombre, pero le costó unos minutos acordarse de ella. Cerró los ojos y se hizo una composición de lugar: las botellas sobre la cama, los libros en el sofá, algunos abiertos boca abajo en el suelo, la ropa en cualquier lado, los discos amontonados, la barba, la camiseta empapada en sudor, la radio sonando. Pensó en Bukowsky y después en Micky Rourke y luego en un poema que había escrito hacía años sobre Kurt Cobain. Y abrió la puerta cuando ya no había nadie al otro lado.
Estaba muy cerca. No sabía a ciencia cierta de qué estaba hablando, puede que fuera un relato fundamental, un verso definitivo. Pero algo le decía que quizás no tenía nada que ver con la literatura, sino que quizás era la solución a una eterna pregunta metafísica, una respuesta que iba a cambiar el modo de verlo todo. Al menos para él. Qué podía importarles a los místicos que la gente les creyera. Ellos sabían una verdad, eso era todo. Y después de tanto tiempo él se sentía uno de ellos, porque cerraba los ojos y sentía que algo se acercaba, después de horas releyendo a Borges o a Platón se lanzaba de cara sobre el suelo y todos los días y las horas de encierro e incluso las anteriores, todos los instantes de su vida parecían reunirse en él, en ese momento, y en el llanto que le inundaba la garganta y en la risa callada entre los dientes y en aquél saberse tan cerca de algo enorme como un secreto inimaginable a punto de revelarse, sencillamente.
Ha merecido la pena cambiar la alegría de las "buenas noticias" por este nudo en la garganta y en el estómago...
ResponderEliminarMadre mía... ¿Por qué no podremos encontrar respuestas sin tener que llegar a nuestro propio límite?